Allí estaba. La grasa subcutánea era evidente, pero también la que se entremezclaba con las fibras ya poco aparentes. Otras, magras, rodeaban su existencia con una clara condena. ¡Duras! La gorda ocupaba solo el espacio de aquellas que no son magras. Las manos la palpaban buscando probar su suavidad. ¡Flácida! Gorda esta, no se compara con las otras que están allí. ¡Magras! De repente la gorda fue atrapada, agarrada, aprisionada, cortada y puesta a arder en el ardiente calor del infierno de brasas. La gorda ardía en una mezcla de rabia y lamento. El líquido corría en lágrimas goteantes de su cuerpo voluminoso. A su alrededor, gritaban en catarsis su sacrificio. ¡Gorda! Decían sus sonrientes y entusiastas verdugos. Solo unos minutos fueron suficientes para su fin definitivo. La carne suave sobre la tabla de cortar se agotó en el placer animal de las bocas hambrientas. Ahora las magras, dijeron los participantes aún no saciados. Así siguió el asado entre amigos.
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